sábado, 26 de febrero de 2022

Una mirada sobre la guerra en Ucrania tras el segundo día de la ofensiva rusa



por Mariano Millán (UBA-CONICET)

La invasión generalizada de Rusia, con al menos 18 ciudades bombardeadas, la presencia confirmada de tropas del Ejército Rojo en 32 puntos del territorio y el cerco de Kiev en tan sólo 48 horas representa un salto cualitativo en la guerra en curso en Ucrania desde 2014. Se trata de una ofensiva generalizada, poco usual en el arte militar convencional porque deja una enorme cantidad de flancos y abre una grandísima cantidad de líneas de operación, pero que se recomienda cuando se supone que se obtendrá una victoria rápida en los combates, una hipótesis que sólo puede basarse en un diferencial de fuerzas extremadamente favorable. Es demasiado temprano para opinar sobre las operaciones bélicas concretas, muchas de las cuales no se pueden constatar más allá de la fuente interesada que constituye cada una de las partes con sus anuncios. Por ese motivo prefiero detenerme en los aspectos geopolíticos que se pusieron en juego en las últimas jornadas. Antes de avanzar debe recordarse que más allá de cualquier y legítima preocupación humanitaria, la guerra es un instrumento de la política, uno en el cual la violencia física se convierte en el medio fundamental del intercambio político. Para comprenderla debemos conocer los objetivos que se propone cada bando, pues las acciones militares obedecen a un cálculo elemental: para obligar al enemigo a aceptar mi voluntad necesito demostrarle que no aceptarla le resultará más costoso. 


Objetivos

Los objetivos políticos de la Federación Rusa fueron presentados por su presidente Vladimir Putin en reiteradas ocasiones desde el comienzo de este conflicto armado hace ocho años y fueron los motivos que inspiraron otras acciones militares en países fronterizos como Georgia, allá por 2009. Rusia reclama que la OTAN no incorpore nuevos países miembros, que se retrotraiga a las fronteras de 1997, lo que implica disolver la alianza de las potencias atlánticas con numerosos Estados de la antigua órbita soviética y de la mismísima URSS, y que se desmantelen las instalaciones militares extranjeras en los países que formaron parte del Pacto de Varsovia. Como se observa, se trata de una impugnación al sistema de seguridad global, heredado de la Guerra Fría y que hoy en Europa no tiene otra razón de ser que oponerse a Rusia. Desde hace varios meses la Federación Rusa exige que Ucrania no ingrese a la OTAN. 

El gobierno de Ucrania, muy probablemente con apoyo de buena parte de su población, se propone ingresar a la OTAN. El antecedente inmediato de este objetivo fue el intento de incorporarse a la Unión Europea en 2013, tentativa que Víctor Yanukóvich, presidente por aquel entonces, frustró con su acercamiento a Rusia luego de haber coqueteado con la UE. 


Regímenes

Los Estados que se enfrentan en esta guerra tienen regímenes autoritarios de diferente capacidad. Es importante señalar que aquí no se enfrenta una dictadura contra una democracia. Ambos realizan elecciones periódicamente, pero existe un incumplimiento sistemático de numerosos derechos civiles y políticos a ambos lados de las fronteras.

Putin encabeza un régimen de cuasi-partido único hace 25 años, desde el cual coordina la expansión de una burguesía petrolera e industrial que se apropió privadamente de las empresas públicas de la era soviética, los célebres “oligarcas” rusos. Existe una amplia lista de medidas discriminatorias contra grupos de la población, especialmente las personas LGTBI, y una extensa cantidad de acciones criminales contra opositores, sean políticos y/o empresarios, mundialmente conocidas, de la cual Alexei Navalni es el último exponente. El proceso de acumulación de capital en la Rusia post-soviética concentró la riqueza a una velocidad inédita, con una combinación de negocios legales e ilegales y niveles de represión que garantizan la disciplina de la fuerza de trabajo. Parte de esta novel burguesía se integró a la elite financiera y al jetset global como multimillonarios, dueños de clubes de futbol europeo e íconos sexuales.

Ucrania emergió como país independiente por primera vez en 1991, tras la disolución de la URSS. Hasta 2013 tuvo un régimen político relativamente cercano a Rusia, con similitudes a lo ocurrido en la vecina Bielorusia o Kazajastán, por citar dos ejemplos, y muy distante de las experiencias de los países Bálticos. La renuencia de Yanukovich para el ingreso del país en la Unión Europea motivó manifestaciones en varias ciudades, donde se encontraron activistas cívicos y democráticos y militantes nacionalistas de ultraderecha, que reivindicaban la colaboración con el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. La revuelta de la Plaza de Maidán fue considerada tanto parte del Global Occupy (como las protestas en Wall Street o los indignados españoles), como una Revolución de Colores promovida por EEUU para derrocar gobiernos incómodos, una táctica de guerra híbrida aplicada por ejemplo en Libia durante la llamada Primavera Árabe. En 2014 cayó el gobierno y se redefinió el sistema político, con la proscripción del Partido Comunista y la prohibición de cualquier símbolo de la era soviética. En paralelo, Rusia ocupó la península de Crimea, que otorga una posición estratégica en el Mar Negro, y grupos rebeldes del Ejército de Ucrania, partidos nacionalistas prorrusos y corrientes comunistas se alzaron en armas en el Donbass, en el este de Ucrania, en las provincias de Lugansk y Donetsk. Realizaron plebiscitos para unirse a Rusia, los cuales no fueron reconocidos por la comunidad internacional, y proclamaron dos repúblicas populares, también sin reconocimiento hasta febrero de 2022, cuando la Federación Rusa las consideró legalmente. Desde 2014 tuvo lugar una guerra civil en el Donbass. En 2015 se firmaron en Minsk acuerdos entre los rebeldes y el gobierno de Ucrania, donde se contemplaba un alto al fuego y se reconocía una mayor autonomía a las dos provincias. Desde aquel entonces ambos bandos denunciaron sucesivos incumplimientos de su contraparte y el conflicto arroja como saldo cerca de 14.000 muertos. El actual presidente Volodomyr Zelenski es un outsider del sistema político ucraniano, un actor cómico pro-occidental que ganó las últimas elecciones con el 70% de los votos y llegó al poder más por la crisis del país y su dirigencia que por una acumulación de largo plazo y una experiencia en la vida política.


Antecedentes inmediatos

La crisis actual comenzó a fines de 2021, cuando los EEUU denunció la movilización militar rusa hacia las fronteras de Ucrania que ponía al Ejército Rojo en condiciones de iniciar una invasión del país vecino. Putin y diversos portavoces del Kremlin, como María Zajarova que además bromeaba sobre la campaña de desinformación de los norteamericanos, negaron reiterada y enfáticamente tener intenciones de cruzar la frontera con proyectiles, aviones o tropas de infantería. En ocasiones señalaron que se trataba de ejercicios de rutina en su propio territorio o en Bielorusia, acordados con las autoridades. En paralelo, la Federación Rusa reclamó los puntos señalados anteriormente: la no inclusión de Ucrania en la OTAN y el repliegue de la alianza atlántica a sus posiciones de 1997. Los EEUU fundamentalmente, y con menos entusiasmo varios de sus principales socios europeos, blandieron el principio de la libertad de cada país para definir los pactos de colaboración. Algo que no aceptan en su esfera de influencia, como se ha visto en reiterados casos. Los antiguos países soviéticos como Letonia, algunos de la vieja órbita socialista como Polonia, Rumania o Bulgaria, e incluso los pacíficos nórdicos como Suecia realizaron diversos preparativos militares y defendieron la potestad de Ucrania para ingresar a la OTAN. Estas acciones contaron con la colaboración de los EEUU, que otorgó créditos para la compra de armas y equipamiento a todas estas naciones, especialmente a Ucrania, y movilizó algunas de sus tropas acantonadas en Europa. 

Los socios más relevantes de la alianza atlántica, como Francia y Alemania, intentaron poner paños fríos y apostaron casi enteramente por la negociación. La crisis con Rusia y entre ésta y Ucrania complica y encarece el suministro de gas, carbón y petróleo a la UE. En el bloque los precios de los combustibles ya habían alcanzado un techo histórico a fines del año anterior. A su vez, el conflicto pone en riesgo inversiones millonarias en infraestructura entre las que se destacan el gasoducto que pasa por Ucrania y el nuevo Nord Stream 2, que llevará gas desde Rusia hasta Alemania por el Mar Báltico. En un plano económicamente algo menos relevante, pero no insignificante, el conflicto en Ucrania eleva los precios de los cereales, puesto que el país es uno de los principales proveedores mundiales de granos.


La ofensiva rusa

Pasados los JJOO de Invierno en Pekín, el Kremlin lanzó la ofensiva. Primero reconoció la independencia de las dos repúblicas populares, horas después sus portavoces denunciaron el genocidio del gobierno ucraniano sobre la población de Donbass y ello sirvió de pretexto para una invasión titulada “operaciones militares especiales”. La escala, coordinación y, aparentemente, capacidad operativa del despliegue militar demuestran que las acciones fueron planificadas con mucha antelación, previamente a los cargos de genocidio e incluso a numerosos encuentros bilaterales de Putin con líderes europeos a quiénes juraba no tener intención de invadir Ucrania.

En oportunidad de la invasión de Georgia se pudieron observar algunas características de la doctrina militar rusa. Ahora se trata de un ejercicio más grande que permite advertir las mismas cuestiones en una escala ampliada. En primer término que el ejercicio de la disuasión que hace Rusia puede ser efectivo porque es verdaderamente creíble. Cuando amenaza con sus armas es porque las tiene y, llegado el caso, está dispuesta a utilizarla. En segundo, que Moscú no se propone ampliar territorios soberanos mediante largas ocupaciones, ni siquiera rediseñar regímenes o reconstruir países, como ha intentado EEUU con su brutal omnipotencia desde Afganistán e Irak a nuestros días, sino debilitar o cambiar un gobierno mediante una acción contundente, veloz y mayormente precisa. No intenta establecer ocupaciones de larga duración que lo lleven a enfrentar la oposición organizada de la población armada por potencias rivales que, en el escenario urbano, han mostrado ser un pantano durante todo el siglo XXI. En tercer término, que Rusia maneja el amplio abanico de la llamada “guerra híbrida”, cómo quedó claro en su trascendental intervención en Siria: alienta protestas, arma insurgentes, cuela saboteadores tras las líneas enemigas, difunde rumores, coopta dirigentes del enemigo y, naturalmente, utiliza sus fuerzas regulares. Todos los cargos del célebre libro de Andrew Korybko para los EEUU son válidos para la Federación Rusa.

En términos políticos, los hechos demuestran que Moscú tiene la decisión de llevar el asunto de Ucrania a una decisión definitiva en su favor. El costo de prestigio y alianzas internacionales resulta elevado, y seguramente acarree conflictos internos con algunos oligarcas, pero Putin seguramente los estima menores en comparación con tener otra frontera controlada por un socio de la OTAN armado con misiles que, además, controla la ruta de sus principales exportaciones hacia la UE. Tal vez el Kremlin descubrió una oportunidad por tiempo limitado en la conjunción de varios factores: la debilidad del régimen político, del gobierno y de las FFAA ucranianas, el vacío de poder en la Unión Europea con la salida de Ángela Merkel, el prolongado declive de la posición relativa de los EEUU como potencia militar (con el último episodio de un final desordenado de 20 años de ocupación en Afganistán donde volvieron al poder los mismos Talibanes que fueron a derrocar), la carencia de coordinación efectiva entre los socios de la OTAN y la crisis global económica y sanitaria.


Primeros resultados

En este momento parece que Rusia conseguirá su objetivo. El presidente de Ucrania anunció que estaba dispuesto a renunciar a integrarse a la OTAN a cambio de la paz. Desde Moscú lo desacreditaron y, para evitar poner un gobierno directamente y convertirse en una fuerza de ocupación duradera, llamaron a las FFAA a derrocar a Zelensky. A nadie se le escapa que cualquier alto mando militar de Ucrania, por cuestiones generacionales, puede tener hasta vínculos personales con jerarcas del Ejército Rojo. 

A pesar de la lucidez táctica, existen serias dudas de que Moscú consiga otros objetivos estratégicos. Lo primero y principal, es difícil que los países vecinos, que forman parte de la OTAN y disponen de instalaciones militares que han crecido en los últimos meses, se desvinculen de la alianza o al menos desmonten parte de su rearme. La pertenencia a la coalición atlántica parece otorgar seguridad frente a una Rusia con capacidad e intenciones de cruzar fronteras. La novedad de la posible incorporación de Suecia y Finlandia y la respuesta intempestiva del Kremlin, anunciando sanciones políticas y militares, abre la ventana a una ampliación de la OTAN, aunque no necesariamente mejora su coordinación. 

La acción rusa en Ucrania tuvo la intención de profundizar esas brechas y, muy probablemente, mostrar firmeza hacia dos tipos de actores. Por un lado, Francia y Alemania, aliados de los EEUU con vínculos económicos con Rusia y cansados de las aventuras militares norteamericanas. Por el otro, China, el principal socio económico y geopolítico de Moscú, frente al cual es necesario recordar el valor de su músculo militar y de la capacidad de rediscutir los vínculos europeos que Beijing considera trascendentales. 

Por estas horas se especula mucho sobre el régimen de Xi Jinping frente a esta situación. La preferencia por la estabilidad global es casi una máxima de la política en la República Popular. En tal sentido, un conflicto armado con la participación de un aliado tan relevante puede complicar sus perspectivas. No obstante, los recientes acuerdos comerciales y financieros sujetaron todavía más a Rusia a la órbita de Beijing, porque ampliaron las ventas rusas en una etapa donde pueden sobrevenir sanciones económicas de Occidente. A su vez, este choque en el este de Europa convoca la participación de los EEUU y, por tanto, ralentiza el viraje de su aparato militar hacia el indo-pacífico, verdadero cuello del collar de perlas de puertos chinos, que viene produciéndose desde la era Obama.

Los norteamericanos se encuentran ante un panorama potencialmente complicado. Su animosidad con Rusia durante las últimas semanas fue alentada tanto por cuestiones ideológicas propias de los demócratas (una puede ser el pinkwashing) como por el deseo de retornar al liderazgo del “mundo libre” tras la era Trump y la debacle de Afganistán. Esto los condujo a profundizar un curioso síndrome por el cual sus aliados, incluso de escala menor, los arrastran a una confrontación muy grande que incluiría movilización de tropas y armamento en un terreno geográfico muy complicado donde hay poco para ganar. Esto ocurrió en Irak y en Siria, cuando intentaron defender gobiernos o formaciones políticas impopulares y terminaron empantanados y se les puede ir de las manos si se pliegan acríticamente a las inquietudes de Polonia, Hungría o las repúblicas bálticas. Al respecto, anteayer los congresistas republicanos le pidieron firmeza a Biden con Rusia porque “China, Corea del Norte e Irán nos están mirando”. Dejo para quien lea este artículo la pregunta de en qué cabeza cabe pelearse con Rusia para disciplinar a Corea del Norte. Volviendo a Europa, como se ha dicho, Ucrania no es parte de la OTAN y los norteamericanos juran y perjuran que no van a intervenir con sus propias fuerzas. Sin embargo, es lógico preguntarse qué ocurriría si el conflicto “se derrama” hacia algún vecino que sí es miembro de la alianza atlántica. Máxime cuando los socios más relevantes siguen fortaleciendo las guarniciones en los países fronterizos de Rusia porque, como dijera Josep Borrell, alto representante de la UE para asuntos externos, “esta no es nuestra guerra, pero es nuestra seguridad”.

En este momento parece inverosímil pensar en una victoria ucraniana. El gobierno parece a punto de deslomarse y no encontramos dirigentes del régimen político que aparezcan en esta hora como personajes relevantes. Las FFAA resisten de manera despareja en un conflicto que se está planteando de manera “simétrica”, entre fuerzas regulares. ¿Está Ucrania conmocionada y en fuga, como atestiguan los más de 50.000 habitantes que ya cruzaron su frontera polaca, o asistimos a la preparación de una honda resistencia urbana e irregular que termine por empantanar a Rusia? Todavía no lo sabemos. El perfil de los apoyos sociales del gobierno pro-occidental no se asemeja a los del yihadismo u otras subjetividades, pero la pregunta debe seguir abierta, porque existen terceras potencias interesadas en el fracaso de la ocupación, un elemento imprescindible de la guerra partisana.

El ex humorista y actual presidente Volodomyr Zelenski utiliza las redes sociales para pedir que no lo dejen sólo en el combate contra Putin. La situación podría trasnformarse cualitativamente en el caso de que Ucrania consiga el apoyo de una coalición militar. Lo más lógico sería que contara con ex países de la URSS, algunos nórdicos como Suecia y los integrantes de la cortina de hierro. Pero Ucrania no está mostrando ninguna condición para arriesgarse por ella y desatar un conflicto más generalizado que enfrentaría directamente a Rusia y países de la OTAN algo que, por otra parte, sólo ocurrió con muchas mediaciones en Siria y terminó con una victoria de Al Asad y Moscú. En un hipotético choque de tales características: ¿la OTAN actuaría de manera unitaria? Francia, la principal potencia militar dentro de la UE, ¿participaría en una conflagración semejante que alargaría la crisis energética y volvería a despertar los agudos conflictos internos de la prepandemia, como los protagonizados por el movimiento de los chalecos amarillos? La Inglaterra maltrecha por el Brexit y la COVID, ansiosa de estabilidad y del dinero de los oligarcas rusos en la City londinense, ¿Qué tiene para ganar?

Los resultados de esos cálculos hace meses condujeron a una certeza: las primeras respuestas a Rusia no pueden ser acciones militares. En vistas de ello, se debatieron largamente castigos económico-financieros. Ayer Joe Biden anunció algunos congelamientos y expropiaciones, sanciones a determinadas personas del entorno de Putin y se desistió, al menos por ahora, de expulsar a la Federación Rusa del sistema bancario internacional. Algunos esperan acorralar a los oligarcas y que ellos procedan a desembarazarse del presidente convertido desde ahora en el obstáculo para que continúen con su vida en el jetset. Lo cierto, se sabe, es que estas medidas no son inocuas para Occidente y sus aliados. Decenas de miles de empresas tienen negocios con socios rusos y, como se mencionó, una porción importante de la energía que consume la Unión Europea proviene de Rusia. La solución propuesta consiste en incrementar el gas licuado que se transporta en buques desde Medio Oriente. Una idea pésima por el incremento de los costos y las dificultades logísticas en tiempos de bloqueos de puertos por la reactivación “pospandemia”. 

En resumidas cuentas, la guerra pasa por Ucrania pero no es por Ucrania. No debe olvidarse el rol de los EEUU en la preparación de estas condiciones a lo largo de las décadas, con el progresivo cerco de Rusia, así como su instigación en las últimas semanas con el refuerzo de su presencia en numerosos países. Sin embargo, lo más relevante es que, envalentonado con su éxito sobre la OTAN en Siria, con este ataque Putin tomó la iniciativa y llevó la discusión de un sistema internacional de seguridad en un escenario signado por una guerra donde, parece, será rápidamente victorioso. Es altamente probable que consiga su objetivo táctico, la exclusión de Ucrania de la OTAN, así como un incremento más perdurable de las municiones y tropas de la alianza atlántica en los integrantes vecinos de Rusia. Semejante desventaja sólo puede resultar conveniente si consideramos que seguirá controlando la ruta del gas y los granos a la UE, al tiempo que abrirá nuevos carriles para la ruta de la seda. Lamentablemente, como siempre que las burguesías arreglan sus diferencias, la clase trabajadora pagará la cuenta más onerosa de la energía y los alimentos y por donde pasen las tropas se perderán la vida cotidiana de la paz y el pan, muchísimos hogares y vidas. Eso, claro está, si semejante crisis no despierta la conciencia de la necesidad de luchar por un mundo que se organice por las necesidades de los pueblos y no por los caprichos de las potencias.


Buenos Aires, 25 de febrero de 2022